El pulso de lo vivo

Juan Carlos Castagnino

Por Beatriz Vignoli

 

Artista a la vez culto y popular, a falta de muros exteriores donde plasmar sus ideas revolucionarias, el pintor bonaerense Juan Carlos Castagnino (1908-1972) llegó a un público argentino amplio a través de sus magníficas ilustraciones para la reedición en tirada masiva del gran poema nacional, el Martín Fierro (1872) de José Hernández, que publicó Eudeba (la editorial de la Universidad Nacional de Buenos Aires) en 1962.

Oriundo de Camet, localidad próxima a la costa atlántica, Castagnino definía al paisaje de su infancia como “el entrevero entre la pampa y el mar”. ‘Entrevero’ significa ‘mezcla’ en el habla popular y alude en la poesía gauchesca al combate singular, al duelo cuerpo a cuerpo donde se juega el destino. Enamorado de “la pampa entreverada con el mar”, en su paisaje reencontraba Castagnino “su pulso natural”. Amaba dibujar los caballos salvajes, sin aperos ni uncidos al yugo, sino galopando libres por una pampa interminable; sin amos, definiendo la extensión del espacio abierto como el confín hasta donde llegasen sus fuerzas. O retratar al búho, cuya mirada sabia evoca deidades paganas; o conmovernos con la ternura sagrada de la vaca y su ternerito. O captar en acción a gallos y a perros, otros habitantes asiduos del mundo rural. Como artista, Castagnino defendía, según él mismo, “el ajuste vivo que parte de la realidad y alcanza la forma entera en su transformación plástica, como ha sido en todas las grandes épocas cuando la obra de arte adquirió validez universal, desde las pinturas de Altamira en la prehistoria, hasta un Bonnard o un Braque”. Desde su encuentro europeo juvenil con el cubismo figurativo y su estudio in situ de los frescos del Quattrocento, hasta su formación en dibujo chino hacia 1953 con el anciano maestro Chi-Pai-Shi, la trayectoria de Juan Carlos Castagnino traza un arco liberador que viaja hacia atrás en la historia, rebelándose contra la academia europea, para recobrar las cumbres de la representación naturalista que una hipótesis de Arnold Hauser situaba en el origen de la humanidad.

Según Hauser, las milenarias pinturas rupestres, halladas en Altamira y en otras cavernas, constituían el ejercicio de una magia práctica, vital, previa a toda mitología y a toda religión. Opinaba Hauser de los humanos cazadores recolectores del Paleolítico superior, organizados apenas en pequeñas hordas, que ellos habían logrado (sin siquiera proponerse mostrar aquellas pinturas ocultas en cuevas) un arte de una calidad y una frescura inigualadas hasta fines del siglo diecinueve. Y esa síntesis única de frescura y maestría se encuentra también en estos dibujos de Juan Carlos Castagnino. Que no son bocetos de una futura obra mayor, sino que constituyen por sí mismos la cima de un extenso recorrido en el que el artista buscó y logró recobrar aquel gesto inicial, fundante y específicamente humano, cuyo estilo era el naturalismo y cuya función, según Hauser, era mágica.

En sus propios dibujos de animales, recobra Castagnino para la humanidad aquel primigenio gesto de la mano diestra del mago que lograba asir el vigor, la astucia y otras virtudes sutiles del animal al representarlo en todo su vivaz esplendor, ahora a una velocidad casi instantánea. Pero ya no se trata de salir a cazar luego el bisonte, ni de esconder en las sombras aquel gesto eficaz, sino de contagiarnos una irreductible libertad. Castagnino es un artista del espacio abierto: pinta el campo, el océano, el cosmos, y vive el plano de la hoja en blanco como un campo de fuerzas, como la arena de un combate amoroso. Su ideal de artista era el de un “mago violento y ferviente metiendo las manos en la entraña de la materia”. Su acto pictórico de aprehensión de la forma viva en movimiento puede experimentarse como un “entrevero”: representar al animal implicaba trenzarse a fondo con ese otro ser en el que deviene en cierto modo el observador mismo, pero ya no para darle muerte y comerlo, sino para expandir su intensa potencia natural y comunicarla al pueblo del futuro, que es el público de hoy.

Y para este pintor argentino y universal de múltiples galardones, para este muralista formado en la experiencia del “Ejercicio plástico” con David Alfaro Siqueiros y cuyas alegorías heroicas parecen evocar las visiones cósmicas de un William Blake, además de la vívida figura es fundamental el arte de la composición, siempre en unidad clásica y moderna con la técnica. En la obra cubista de Georges Braque, él observó hacia 1939: “Sostiene los tonos por dimensiones y por zonas. Juega con el arabesco”.

Zona y arabesco se corresponden, en la acuarela y en la tinta, con la mancha y la línea, respectivamente. Acuarelas a las que Castagnino sumó otro desafío: la técnica oriental del sumi-e, la tinta sobre papel húmedo, que impone al dibujante una serena velocidad.

Contemporáneo del informalismo, Castagnino llevó la figura en el paisaje a su mínimo esencial, que bordea lo abstracto sin rendirse al abstraccionismo, y por eso se permitió rendir homenaje a quien le inspiró la idea de la figuración como transformación: el pintor catalán Pablo Picasso, cuyos toros partían también del bisonte de Altamira, y pasando por el cubismo llegaron casi al límite del pictograma. Se cerraba así un círculo, que hoy vuelve a abrirse en el presente de esta muestra, tan atemporal como actual.